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14 diciembre, 2023
Elogio de la vida lenta
Hace unos días una mujer me paró por una calle de Madrid. Como suele ser lo habitual entre los transeúntes de una capital como la nuestra, nos movíamos todos con una prisa frenética. La buena señora me sobresaltó tocándome suavemente un brazo, como despertándome de una pesadilla, y casi susurrando me preguntó qué hora era. «Pero de verdad señora, – pensé – en esta época, en una gran ciudad como la nuestra, ¿usted no lleva ni reloj ni algún dispositivo electrónico para consultar la hora? ¡Cómo puede salir alguien a la calle sin un móvil!». Amablemente le contesté que eran las nueve menos cuarto de la noche y ella sonriendo me dio las gracias y siguió su caminar sereno.
En seguida me vino a la mente el despertar de Clarice Lispector (1). Ella misma lo cuenta en una de sus Crónicas. Era un otoño como tantos otros, las hojas se desprendían de los árboles obedeciendo a la gravedad y a la muerte, Clarice caminaba a toda prisa cuando una de esas hojas rojizas, muertas, rozó sus pestañas produciendo en ella el milagro. La hizo la elegida de las hojas. Y a mí la buena señora me hizo la elegida del tiempo. Si obró un milagro o no, lo iremos comprobando. Qué paradoja, si nunca tenemos tiempo que perder y nos perdemos buscando el tiempo. Si algo nos caracteriza como sociedad es la prisa, nuestra generación presume de llevar una vida intensa, que no es sino una vida agitada, el signo de nuestro siglo es la carrera, pero las grandes obras y los grandes gozos no se saborean corriendo. Acumular carrera sobre carrera no es acumular montañas, sino vientos.
Qué paradoja, si nunca tenemos tiempo que perder y nos perdemos buscando el tiempo.
Vivo en la paradoja de querer tener tiempo, lo guardo en un cajón, lo agendo minuciosamente, lo pongo como prioridad en mi to do list, lo organizo de tal modo que se multiplique pero él siempre se rebela; Y aquí estoy, escribiendo este artículo fuera de plazo, durmiendo menos, trabajando más, quedando con amigos agendados 30 días atrás (son malas fechas, las Navidades y sus compromisos ya sabéis) y con la sensación de no tener tiempo para nada, y lo que es peor, no tener tiempo para que el propio tiempo ocurra, para lo inesperado y la sorpresa. Pero el tiempo, como las hojas, a veces nos despierta, nos roza suavemente: “perdona, ¿tienes hora?”. Nos susurra con la sabiduría popular: “vísteme despacio que tengo prisa” o “despacito y buena letra: el hacer las cosas bien importa más que el hacerlas” de Machado. Nos despierta con hechos dolorosos: “se ha ido antes de tiempo”, “amigo, necesitaba hablar, pero tú no tenías tiempo”. Y uno puede tomar las riendas y decidir trabajarse su relación con el tiempo, tan compleja como las relaciones humanas. ¿Cómo se trabaja la relación con el tiempo? Si lo supiera supongo que no estaría escribiendo sobre ello, pero me atreveré a intuir algo: dejar paso a lo inesperado, el silencio y habitar.
Dejar paso a lo inesperado. Qué lejos quedan en nuestras memorias aquellos años en los que tus amigos te timbraban en casa para que bajaras a dar una vuelta. Se iba convirtiendo en un ritual, como el Principito y el Zorro, se generaban lazos. Hoy nos timbra Glovo o Amazon, pero si nos llamase a nuestra puerta un amigo, ¿estaríamos en casa para dejar espacio a lo inesperado? La vida está llena de sorpresas, de regalos que al ritmo que corremos, como niños del primer mundo, no somos capaces de digerir. Deja espacio a lo inesperado, incluso al aburrimiento, go with the flow de verdad, atrévete con la sorpresa minúscula de lo que no controlas, incluso sé tú eso inesperado para otros.
El silencio. No es corriendo ni en el tumulto de las gentes ni en el apresuramiento de cien cosas atropelladas como se reconoce la belleza. El reposo es necesario para todo nacimiento. Newton descansando bajo el árbol, Arquímedes en su bañera y Platón paseando serenamente son algunos ejemplos de cómo el silencio precede a un nacimiento. Ser rebelde en nuestros días tiene más que ver con consumar que con consumir. Leer una página de un libro y dejarlo para oír cantar la voz interior, ir a un museo para ver un único cuadro o sentarse en un banco de una frenética capital como Madrid, sin cascos ni consultar el móvil, solo ver la vida pasar.
Habitar. El presente es el único tiempo del que somos dueños, el único tiempo que podemos habitar, dónde se pone en juego la libertad y el amor. Heidegger se basó en el concepto de habitar para construir su proyecto filosófico en el que describe que el existir como humanos corresponde fundamentalmente al habitar. Tú eres, tú habitas, yo habito. Habitar significa proteger y cultivar, cuidar. Habito mi ser, habito el tiempo que se me regala, habito la conversación y la cultivo con mi atención. Habitamos en los lugares y en las cosas, pero sobre todo en las personas. Habito en ti y dejo que habites en mí, desde el momento que habitamos en alguien, que nos dejamos domesticar, ya no podemos entendernos más sin la presencia del otro. Habita consciente tu tiempo y déjate habitar, sin arraigo ni raíces dejarás que los vientos te lleven y no irás a dónde realmente quieres.
Como nos recuerda Dante en la Divina Comedia, “cuando sus pies dejaron de caminar con aquella prisa que le quita dignidad a todas las acciones, mi pensamiento, antes ocupado por aquella idea, desplegó de nuevo su intención, ansioso de novedades, y volví los ojos a mirar al monte más alto que se levanta al cielo sobre el mar” (2). La prisa es presunción, es vivir en la mentira.
En nosotros, -artistas de nuestra propia vida, campesinos que habitamos-, nuestra relación con la realidad y el tiempo es decisiva. Debemos aprender a esperar en silencio y sorprendernos ante lo inesperado, darle espacio para que crezca. Solo así, viviremos un tiempo que valga la pena.
(1) Lispector, Clarice. El milagro de las hojas. Todas Las Crónicas. 1st ed. Siruela, 2021. (cronica)
(2) Nembrini F. Dante, el poeta del deseo. Purgatorio. Canto III. “La bondad infinita tiene brazos tan largos”. Calle Ramírez Arellano 17-10. 28043: Editorial Encuentro; 2020.